El concepto kitsch fue forjado entre los año 1860 y 1870 en Baviera, en la antigua República Austro-húngara durante el reinado de Luís II, un momento de crisis marcado por la disolución de una visión del mundo totalizante. En este contexto, el término era utilizado para designar la producción artística e industrial de objetos de mal gusto y a bajo coste que copiaban las obras reconocidas como clásicas para hacerlas accesibles a la clase media. Lo kitsch sería pues, en un primer momento, indisociable de la emergente cultura de masas. La nueva clase trabajadora tuvo entonces acceso a todo un conjunto de bienes artísticos y culturales producidos en masa y que tenían como principal objetivo el entretenimiento y la distracción.
Ya en el siglo XX, en los años posteriores a la Primera Guerra Mundial, cuando el término ya hubo cruzado fronteras, Clement Greenberg (1909-1994), un reconocido teórico del arte moderno relacionado íntimamente con el expresionismo abstracto, reforzó el sentido moral peyorativo del concepto en su artículo Avant-garde and Kitsch publicado en 1939 en la revista Partisan Review. En éste Greenberg acuña las nociones opuestas de high-art y low-art; por un lado, el arte cultivado, de vanguardia y moderno, por el otro, el arte popular kitsch, considerado como simple objeto de consumo. En su libro Creación literária y conociemiento (1955) Hermann Broch, alto defensor de la high- culture contra los efectos perversos de la low-culture, opone a lo kitsch, como a su antítesis absoluta, el buen gusto, la invención y el estilo. Según Broch, el gran estilo se caracteriza por su capacidad de dotar de sentido todas los aspectos de la vida (léase de la cultura), ofreciendo una visión del mundo coherente. Contrariamente, lo kitsch hace referencia a una época incapaz de crear sus propios valores y su propio estilo; a un manierismo acrítico relacionado a la sociedad de masas. El kitsch, dice Broch, es “un arte de pacotilla disociado de un sistema de valores”. Como adjetivo cualifica los objetos de mal gusto, la banalidad como pretensión artística y el tópico como tema, pudiendo ser sinónimo de grandilocuencia, sentimentalismo, estupidez y conformismo. Según ambos autores, la aparición de lo kitsch marcó el divorcio entre la estética y la ética propio del pop art o arte de masas. En la misma década de los 50 en la que escribió Broch, el término fue también utilizado por distintos intelectuales de izquierdas que, alejándose de la perspectiva de Greenberg y Broch, centraron su criticar en lo kitsch ya no por su potencial de erosión de la élite, sino por representar un medio privilegiado para el control de la sociedad. Es el caso de T, Binkley queconsidera lo kitsch como un objeto de consumo que reduce sus necesidades culturales e intelectuales de la masa a una gratificación fácil e infantil ofrecida por los dibujos de Disney o la literatura pulp, fomentando además la sumisión frente a la autoridad.
Hoy en día, la situación es más compleja, las fronteras se rebelan mas líquidas y los criterios de antemano sujetos a duda. Lo kitsch hace rizoma y por ello deja de oponerse al buen arte como a su antítesis absoluta. Existe tanto un kitsch popular, ligado al triunfo de la cultura de masas, como un kitsch perverso, reapropiado por estrategias irónicas, estrategias de segundo grado que presuponen la distancia y el juego. Justamente la teoría de los grados del lenguaje de Roland Barthes nos permite redefinir lo kitsch como la aceptación irónica del mal gusto en el arte. Desde este punto de vista, las normas se desplazan y lo kitsch deviene moralmente legítimo, se convierte en provocación positiva, en un elemento utilizado dentro de un dispositivo de transgresión. Consecuencias: la cesura no funciona, como para Broch, entre el kitsch y el buen gusto, sino entre un kitsch ciego y kitsch que se sabe a sí mismo, un kitsch de segundo grado. A partir de ahora, ya no será el objeto mismo el que se designará kitsch, sino su manejo, su montaje, la combinación en la cual se inserta.